Sunday, October 22, 2006

24 de Julio del 36 en Labajos, asesinato de Onésimo Redondo.

Quién me ha contado este relato, tenía por aquél entonces ocho años cumplidos. Todo lo vivido lo sintió desde la perspectiva emocional de un niño de esa edad. Es por esto, que me vais a permitir narrarlo en primera persona y tratando de ser fiel en el relato a la manera de quien en múltiples ocasiones me lo ha repetido.
Por aquellas fechas, yo me dedicaba junto con mi padre, a recorrer con un carro y dos caballos distintos pueblos de la geografía segoviana y sus alrededores, comprando huevos en las aldeas para poder venderlos luego en las colonias veraniegas de El Espinar, San Rafael y Madrid. De aquel 24 de Julio, víspera de Santiago, me acordaré toda la vida. Habíamos llegado al pueblo castellano de Labajos aproximadamente a las 9 de la mañana. Nuestra intención, era comprar la mercancia, pasar la noche y emprender el regreso a casa al día siguiente; pues el ambiente se iba cargando y las noticias, de lo que todavía no sabíamos era una guerra, eran confusas, aunque nosotros no habíamos sido testigos,todavía, de ningún acto bélico. El pueblo estaba tranquilo, a pesar de que al estar atravesado por la carretera de la Coruña, ya había visto pasar a los voluntarios y tropas que en esos momentos se encontraban luchando en el Alto del León. Mi padre, aquel día se apresuró mas de lo acostumbrado a recorrer las distintas casas de sus clientas, que por otro lado, no querian vender los huevos, sin duda por precaución ante posible falta de víveres. Una vez terminado el recorrido, nos encaminamos a la fonda donde habitualmente comíamos y pernoctábamos. Guardamos el carro en el pajar y atamos las caballerias al pesebre. Inmediatamente, mi padre me dijo que íbamos a tomar un vino a una tienda de comestibles que se encontraba al otro lado de la carretera donde también se servían licores. Era allí donde tenía tres o cuatro amigos, tan aficionados como él al tintorro. Una vez saludados sus amigotes, me dió una rebanada de pan rociada con vino de porrón y un poco de azucar y me dijo que me fuese a jugar los los chiquillos, mientras él se quedó comentando seriamente las novedades que pasaban de boca en boca. Era la primera vez que aquellos hombres no hablaban a voces. Las cabezas estaban bajas y las conversaciones se realizaban casi susurrando. Yo salí corriendo, haciendo curvas con mi rebanada de pan en la mano y imitando con la boca el ruido de los motores de los coches, que eran mi obsesión por entonces. Era aproximadamente medio día, cuando de la parte de Madrid, aparecieron cinco o seis camiones llenos de hombres, que alzaban fusiles o escopetas y saludaban a grandes voces con el puño en alto. Mis camaradas de juegos y yo nos quedamos mirando a los recién llegados, mientras alguien dijo que eran soldados. A mi me extrañó, ya que la imagen que tenía de los soldados era la de los quintos que venían a mi pueblo de permiso, y aquellos hombres no iban con uniforme. Allí había monos azules, pantalones de pana e incluso chaquetas, a pesar del calor que reinaba en aquella jornada. Sin saber como aparació mi padre junto a mi, y cogiendome fuertemente por el brazo dijo que nos fueramos. Mientras un pequeño barullo de hombres y mujeres se formó en el pueblo. Unos preguntaban por sus hijos y otros por sus padres, todos tratando de escabullirse de lo que prometia liarse de mala manera. A medio camino, un hombre armado se dirigió a mi padre dando vivas a la CNT y levantando el puño. Mi padre que era sordo como una tapia, no entendía lo que aquél hombre quería, y hubo un momento en que el miliciano le encañonó con el fusíl. El apuro lo solucionó una mujer, que con gran coraje, se dirigió al hombre y le dijo que mi padre era un compañero, pero que al ser sordo no comprendía lo que le decían. Rápidamente nos metimos en la casa de aquella señora y cerraron la puerta. Todo quedó cerrado menos un ventanuco del cuarterón, al que inmediatamente y a pesar de las voces de la mujer y de mi padre, me encaramé para ver lo que ocurria en el exterior. Fué en este momento, cuando apareció por la parte de Valladolid un coche negro del que se bajaron varias personas mezclandose con los hombres de los camiones. De manera imprevista alguien gritó que eran fascistas y los ocupantes del coche salieron corriendo mientras los milicianos cargaban los fusiles y comenzaban a disparar a tres o cuatro de los prófugos que se internaron en un campo de centeno hacia el sur de la carretera. Otro de los ocupantes del coche encaminó su carrera hacia el lado contrario mientras contestaba a los disparos con una pistola.Rápidamente los milicianos fueron rodeando al hombre que había quedado solo, mientras otro grupo trataba de dar caza a los escondidos en el campo de centeno, y a quien yo no adivinaba a ver. El hombre que se quedó solo se parapetó tras una valla de piedras de las que tanto abundan por esa zona, y mantuvo alejados a tiros a sus perseguidores durante diez minutos mas o menos. De pronto vi caer al hombre que estaba parapetado en la valla. Trató de arrastrarse, pero apenas pudo avanzar algún metro. Quedó tumbado y me impresionó mas que todo lo que había visto hasta entonces, los estertores que en la agonia de la muerte, el hombre dió durante unos segundos. Después quedó inerte, mientras los milicianos, rodeandole, se iban acercando cautelosamente. Nadie volvió a disparar. Alguien cogió con la balloneta de un fusíl una zarza seca de las que se utilizan para tapar porteras, y la colocó encima del cadaver. No se como ocurrió. De pronto me vi corriendo por el campo junto a mi padre y otras personas, en direción a una laguna cercana al pueblo, mientras sonaban disparos a nuestra espalda y la tierra saltaba a nuestro alrrededor. Nunca sabré la distancia que recorrimos; solo se que pasamos la noche al raso y recuerdo con angustia, la sed que nos devoraba. A la mañana siguiente, algunos hombres, entre ellos mi padre, regresaron al pueblo para ver como estaban las cosas, y volvieron diciendo que ya no ocurría nada. Fué bastante después, cuando me enteré de que el hombre que vi matar junto a la valla de piedra de Labajos era Onesimo Redondo. Un saludo.

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